lunes, 4 de mayo de 2009

Y no nos deslumbraremos por su oro y sus diamantes...

El silencio era grandioso y cada vez podíamos sentir como llenaba aún más, si cabía, la sala.
Estábamos sentados de manera Que no nos molestase la imperturbable, brillante, calurosa y viva luz del sol. Le dábamos la espalda a la ventana, a un cielo azul y a un jardín plagado de rosales, balcones plagados de enredaderas y fuentes con dulces angelitos.
Y seguíamos sin Querer ver lo Que pasaba a nuestro alrededor.
Nos mirábamos de manera tal Que, si alguien hubiese intentado averiguar Que escondían nuestros ojos, no hubiese visto más Que indiferencia, a pesar de las mil cosas Que nos decíamos, a pesar de los crueles diálogos Que estábamos teniendo.

Que Queréis Que os diga... no íbamos a rendirnos tan fácilmente.

Sus Querubines Quedaron rotos, no eran más Que pedazos de mármol mojado.
Sus enredaderas se apilaban en el suelo, dejando los balcones y muros vacíos y desnudos.
Sus rosales Quedaron reducidos a polvo de colores.


El cielo no lo rompimos. Necesitábamos saber Que bajo él, alguien, a innumerables kilómetros de distancia, nos esperaba. Eso nos unía por mucho Que la distancia Quisiera separarnos.
Veíamos el mismo sol y la misma luna.

Y salimos por aQuella vereda empedrada, recorriendo los jardines de aQuella casa imperial.
Rompimos cristales y sueños, recuerdos, caras y principios.


Cegados por la adrenalina, por nuestros instintos y deseos, acabamos corriendo por los caminos inhóspitos, desiertos de incertidumbre.
No sabíamos como habías llegado allí ni por donde debíamos salir, sólo sabíamos Que no era nuestro lugar y no nos Queríamos Quedar.

La euforia palpitaba fuertemente en nuestro pecho, golpeando furiosa en nuestros oídos.

Y nosotros solo teníamos un propósito, escapar con el billete de libertad Que habíamos comprado antes de Que esos cerdos emperchados nos arrastraran hasta sus sillones de terciopelo y su porcelana china.